En el punto más bajo de mi vida, en esa etapa que ahora
llaman la emergencia de la adultez, sintiéndome fracasado en muchas áreas, sin
trabajo, sin casa y sin vislumbrar un futuro; habiendo jugado con la idea de
terminar con todo; desesperado y deambulando sin saber a dónde ir, llegué a su
puerta en la parroquia de Mexicalzingo. Al abrirme le dije: “Nacho, me está
llevando la fregada; ¿me puedes recibir unos días?” Sin preguntar nada, me
invitó a entrar y me dio techo, comida y oído comprensivo durante un año. El sacerdote Nacho Peña fue el amigo generoso que
me tendió la mano en los momentos más difíciles para que yo pudiera construir
la persona que ahora soy. El día de hoy, Nacho partió al Padre.
Nunca buscó “evangelizarme” predicándome; de hecho, aunque
vivía con él en la casa de la Parroquia, casi nunca fui a misa. Su manera de
predicar conmigo fue hacer realidad el Evangelio en la relación en vez de darme
discursos religiosos: ayudó al desamparado que era yo, sin esperar nada a
cambio. No creo que nunca quisiera convertirme en ningún sentido: tan sólo
quiso ayudarme; y al hacerlo me convirtió. Y me convirtió a hacer lo mismo, buscando
que el testimonio y el trato hablaran de Dios y no las palabras o los ritos. Subrayando
“buscando” porque lo que permanece es la lucha, no los resultados que siempre
quedan lejos del ideal.
Queda en mi recuerdo aquella misa a la que sí fui, en la que
se celebraba al santo local. Nacho trataba de hacer consciente a la población
de que la veneración a la estatua del santo que tanto respetaban debía ser redirigida
a sus vecinos, ya que en cada una de las personas Dios sí está presente. Buscaba
sacudir al pueblo, haciéndoles ver que la adoración de imágenes y estatuas
debía ser abandonada por el amor a los demás, por aceptar como imagen de Dios en
el otro. Durante la homilía, estando yo a su lado, puso su mano en mi hombro y
preguntó “¿pueden creer que Dios está aquí en mi amigo Enrique?”. Un viejito
adusto y enojado dijo algo así como “mire padrecito, aquí el señor San José
nunca me ha fallado y lo conozco desde niño; pero este joven no sé quién sea ni
de donde venga”. Me dio miedo; pero Nacho no mostraba ningún temor y
cuestionaba aguerridamente las creencias erróneas anquilosadas.
Nacho fue un alma rebelde, siempre buscando sacudir las estructuras
encasillantes que le rodeaban. Sus ceremonias no eran ritos repetitivos sin
sentido; sino los convertía en asambleas de reflexión y de encuentro. La homilía la
hacía en círculo para que los presentes participaran con sus opiniones; la
convertía en una ocasión de formar, sembrar inquietudes y hacer algo diferente
para cambiar actitudes. Lo mismo hacía con bautismos y bendiciones de autos y
casas: las convertía en ocasiones de reflexión, de formación, de cambio; siempre
a través del diálogo, haciendo que la gente se expresara, utilizando preguntas
detonadoras. El mensaje llegaba a muchos; pero también molestaba a los
custodios de esas prácticas y estructuras. Eventualmente los poderosos se
organizaron y lo expulsaron del pueblo; pero muchos lo seguían a donde fuese
que le tocara estar.
Nacho y mi otro queridísimo amigo Chucho Márquez nos casaron
a Mónica y a mí. Recuerdo largas discusiones en casa de Nacho, decidiendo el
formato de la ceremonia. Así era su apertura: permitía la discusión y nada quedaba
por sentado nada más “porque así tiene que ser”. Dado que no tendríamos fiesta,
el verdadero encuentro con los amigos que nos acompañarían sería en la iglesia
por lo que no queríamos casarnos dando la espalda a la gente, sino que necesitábamos
una asamblea como las que él siempre hacía. Y fue lo suficientemente flexible
para permitir que así fuese. Parecía que la misión en la vida de Nacho era
formar gente, y con mucha apertura nos volvió a formar en esa ocasión.
Nacho también fue un coach excepcional formado en la línea
de la psicoterapia humanista, dentro de las corrientes de psicoterapia centrada
en el cliente de Carl Rogers y psicoterapia Gestalt de Fritz Perls. El año que
viví en su casa, él estudiaba la maestría en Desarrollo humano; por lo que en
muchas sesiones de terapia que me dio, aprendí de manera vivencial esa forma de
hacer coaching; misma que incorporé profundamente en mi manera de ser, y que perdura
como mi base de intervención al dar clase y al recibir a mis alumnos en el
cubículo, habiéndome impactado mucho más que toda la formación que tuve en la
carrera, en la maestría y en todos los cursos y diplomados que he tomado.
Ahora que has partido, Nacho, te doy las gracias por haber cubierto
con tu generoso corazón mi alma adolorida cuando más lo necesité. He buscado seguir
tu ejemplo y hacer lo que en inglés le dicen “paying forward”. Es la mejor
manera que encuentro para darte tributo. Gracias por imprimir en mi alma las
huellas que han hecho florecer la mejor parte de mí. Pasaron más de 30 años sin
tener mucho contacto contigo; pero me doy cuenta en este momento que esas huellas
han hecho que estés presente permanentemente en mí. Querido amigo, fuiste un testimonio
vivo y práctico del mensaje de Jesús, y le ruego que te tenga en la palma de su
mano hasta que volvamos a encontrarnos.