Mucho tiempo después cumplo un compromiso que no pude realizar en su momento. No pude acompañarte en tu graduación porque en aquel entonces estudiaba mi maestría fuera del país. Me da mucho gusto poder hacerlo ahora.
Nos conocimos hace casi treinta años en un momento muy importante de tu vida. Yo me iniciaba como maestro y tú venías saliendo de una de las etapas más críticas e importantes de la vida: la adolescencia e iniciabas el estudio de tu carrera profesional.
La adolescencia es fundamental en el desarrollo del ser humano. Es la etapa en la que definimos nuestra identidad, cuando nos distinguimos de nuestra familia de origen y nos constituimos como un individuo único e irrepetible. La formación profesional nos ayuda a dar cuerpo a esa identidad.
Ahí estábamos tus maestros, sí para ayudarte a aprender las disciplinas de la profesión que elegiste; pero sobre todo, y de manera más importante y fundamental, a acompañarte a gestar el tipo de persona que decidiste ser.
Mientras tú estabas en ese proceso yo pude descubrir mi misión en la vida. En la relación contigo clarifiqué que la razón por la que Dios me puso en esta tierra, en esta época, en la encrucijada del cambio de milenio, es para ser un facilitador del crecimiento.
Estoy hecho para ayudar a las personas a ser más personas y para ayudar a empresas e instituciones a ser organizaciones aprendientes plenamente humanas. Dios me dio talentos para ser como el agricultor o el jardinero que ayuda a la semilla a crecer. He descubierto que para ser un buen jardinero, el primer requisito es el facilitar mi propio desarrollo humano y que uno de mis primeros retos y obligaciones es el de ayudar al crecimiento personal de mis seres queridos, particularmente el de mi compañera de vida, Mónica, y el de mis hijos, Andrea y Rodrigo.
Crecer, madurar, desarrollarse en un individuo pleno y auto-actualizado es una labor ardua en la que fallo todos los días. Pero con la consistencia de propósito se puede ir avanzando.
Facilitar el crecimiento de los demás no es una asunto de hacer que los otros hagan lo que yo quiero, ni de enseñar o dirigir desde una posición de autoridad o de supuesto experto. Es un asunto de respetar profundamente a la otra persona para que surja el individuo que está destinado a ser o que desea ser. Se trata de facilitar, acompañar, aceptar, colaborar, ayudar al proceso de gestación del otro. Aunque he de decir, que el acompañar en esto a mis alumnos es más fácil que el hacerlo con mis hijos.
Treinta años después de aquel primer encuentro que tuve contigo en el salón de clases volvemos a coincidir. Con varios de ustedes he mantenido un contacto a lo largo de los años y hemos desarrollado una amistad. A otros los dejé de ver por mucho tiempo, y a unos cuantos los he re-encontrado a través del Facebook. Las redes sociales me han permitido ser testigo de los extraordinarios hombres y mujeres en que se han convertido. No me gusta interferir mucho en esas conversaciones virtuales; pero he estado atento, respetuoso, maravillándome.
Muchos de ustedes tienen ahora hijos adolescentes o estudiando su carrera profesional, hijos que están realizando esa tarea vital de individuación y de formación en la que estaban ustedes hace treinta años. Y veo la manera bella como van acompañando a sus hijos para convertirse en individuos plenos y únicos.
Y hay una coincidencia interesante. La tarea vital que te está correspondiendo vivir en este momento es la de otra etapa de la vida, que no está tan documentada ni tan estudiada como la adolescencia; pero que es igual de importante, de crítica y, a veces, de difícil y tormentosa.
A falta de encontrar un mejor nombre, se le ha llamado la crisis de la mitad de la vida. Típicamente ocurre por ahí de los 40 a los 50, aunque hay quien como Jesús o San Francisco la trascienden muy temprano y hay quienes llegan a ancianos y no se transforman; al igual que algunos no trascienden la crisis anterior y siguen siendo eternamente adolescentes.
La crisis de la mitad de la vida es el momento en que me detengo a cuestionarme sobre lo que he hecho frente a todos los sueños que tenía en mi juventud. Representa generalmente una crisis profunda. Es cuando me doy cuenta cabal de que muchos sueños no los he podido lograr y que el tiempo ha pasado. Descubro que otras opciones y eventualidades surgieron en el camino, que tuve que vivir como se pudo y, a veces, tuve tan sólo que sobrevivir. Surge muchas veces un descontento con lo logrado y el anhelo de la juventud perdida.
Nadie nos orienta sobre cómo vivir esta crisis, qué hacer con ella y algunos se alocan: de pronto ya no les gusta su relación de pareja y quieren algo nuevo, o se compran un auto deportivo para sentirse adolescentes de nuevo o uno grande y potente para demostrarle al mundo que son grandes y poderosos, aunque por dentro saben que todo es falso.
La transición de la crisis de la mitad de la vida no se logra pataleando hacia afuera ni rompiendo con todo; a la Gauguin, quien dejó negocios, hijos y esposa y se fue a pintar a la islas Tahití. Se logra metiéndose adentro, viviendo el desierto interior, quedándose con los propios demonios.
El pasaje de la crisis de la mitad de la vida es tan difícil y tan importante como el de la adolescencia. Pero no es una segunda adolescencia ya que los sentidos de ambas transiciones son opuestos. El objetivo de la crisis de la mitad de la vida es la disolución del ego. El llegar a comprender que hay una dimensión mayor que el yo, más allá de lo que quiero, deseo y anhelo. Que finalmente no soy tan importante, que no soy el centro del universo, que hay tareas superiores a la satisfacción de mis metas personales.
El disolver el ego también implica darme cuenta que no sólo soy lo que me he dicho que soy, ya sea esto algo bueno o malo, sino que también soy lo opuesto. Que soy una totalidad, con muchas polaridades. Y nuestros adolescentes afortunadamente están ahí para ayudarnos a realizar esta tarea vital al decirnos sin darse cuenta: “no eres tan importante”, “no eres único”, “déjame ser alguien distinto a ti”.
En la medida en que voy dejando ir a mis hijos, en la medida en que voy dejando ir al ego que construí las décadas pasadas, voy haciendo la transición a la siguiente etapa. Y lo que viene, el siguiente periodo, es un paraíso, un momento de vida de enorme plenitud y satisfacción personal, un sentido de profunda trascendencia. Se convertirá en la mejor etapa de tu vida.
Pues bien, estas son las tareas vitales que nos toca vivir. Cada uno, a sus ritmo y con sus recursos, vamos andando, en el camino, creciendo, viviendo lo que tenemos que vivir. Y en cada una de estas etapas estamos en el Tec para acompañarte.
Muchos de ustedes han depositado ahora su confianza de nuevo en nosotros para que acompañemos a sus hijos. Es un privilegio el hacerlo. Es una gran responsabilidad. Gracias por permitirnos acompañarles y gracias, en lo personal, por permitirme realizar mi misión en la vida. Te deseo mucho éxito en tus procesos vitales. Muchas gracias.
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